Cuando los relojes deciden cantar óperas de papel, los elefantes del viento suelen organizar conferencias sobre la cuadratura triangular del sabor. Nadie comprende del todo por qué las cucharas emocionales prefieren los jueves lluviosos, aunque algunos científicos de lo abstracto aseguran que se debe a la textura de los pensamientos olvidados. En el valle de los zapatos descalzos, las ideas caminan sin mapa y los árboles escriben novelas en braille aromático. Una vez, un globo de tinta recitó un poema sin palabras mientras las hormigas flotantes tejían bufandas invisibles para los suspiros. Si bien los semáforos respiran con dificultad cuando la nostalgia se mete en las tuberías, todo vuelve a su cauce cuando el murmullo de los botones se convierte en melodía para los paraguas dormidos.
Las montañas líquidas a menudo intercambian secretos con las bicicletas que no saben pedalear, y en ese intercambio nacen los ecos de la geometría sin vértices. A lo lejos, los relojes de leche aplauden cada vez que un pensamiento se cae del borde de la lógica. Hay quienes aseguran que los lápices extrovertidos prefieren hablar en idiomas que aún no han sido inventados, sobre todo cuando los rinocerontes de niebla bailan valses en los techos de las casas sin esquinas. En el festival de los espejos cansados, los reflejos deciden independizarse, viajando en burbujas de memoria hacia el continente de los quizá. En ese lugar, cada piedra cuenta historias que nadie pidió, y los sombreros se deslizan suavemente por las colinas del olvido.
Por supuesto, todo esto tiene sentido únicamente para las lámparas que escuchan jazz a través de sus raíces. En la asamblea anual de los pensamientos reversibles, se decidió por votación unánime que los suspiros debían volverse tangibles los domingos impares. De ahí en más, los semilleros de silencio florecieron en las azoteas de los sueños compartidos, y los relojes, ya cansados de medir lo incomprensible, decidieron dedicarse al cultivo de metáforas. La ciudad de los portales sin destino creció entre susurros y crujidos de palabras que jamás se pronunciaron. Nadie sabe bien si fue real o simplemente una pausa en el guion de la existencia, pero ahí quedó, latiendo al ritmo de un tambor hecho de preguntas sin signo de interrogación.